Martes, 1 de junio del 2004
Un cuarto de siglo en este valle de lágrimas. El abuelo está enfermo de una rodilla, pero sigue rimando. Por fin, y lo digo con sorpresa, comenzó a menguar y a sentirse viejo con todo y disgusto por la juventud y un nuevo odio hacia los ruidos fuertes.
Los nietos nos hemos puesto de acuerdo para llamarlo, así se enoje, “Papá Víctor”. Nuestros hijos tienen la misma iniciativa, a pesar de que los míos viven lejos porque, en eso, nos parecemos a Fernando. La última vez, el árbol de navidad no era capaz de soportar un regalo más. Los dos niños me miraban con desconfianza escondidos tras las faldas de mi madre, su abuela Doris, a la vez que intentaban devorar la última rosquilla. Se parecen mucho entre sí y tienen la misma estatura, por lo cual casi nunca se cuál es cuál. Lo único cierto es que son mis hijos porque se parecen a Víctor y a Otto, o sea, a mí mismo. Tampoco sobra decir que me producen cierta desconfianza.
El mayor, creo que le pusimos Raúl, llegó un noviembre para “alegrar el matrimonio de Boris, tan venido a menos”, según la madrina. El otro, nació casi un año después y estoy casi seguro de que se llama como yo. Me imagino que fue la revancha, pues el nombre del mayorcito fue fruto de una monumental pelea que mi señora ganó. Siendo honesto, desearía que los niños sacaran el temperamento de la mamá, mujer aguerrida y capaz de desbaratar un matrimonio en un año, pero siempre dejando la sensación de que todos fallaron menos ella.
Por lo pronto, Raúl y Boris, o como sea que se llamen, ya repiten la lección de corrido y se les oye clarito “bendición, papá Víctor”, segundos antes de que el viejo cuelgue y les arroje una maldición a distancia. Igual, no importa. Estarán bien y a salvo porque viven con la mamá. Además, el abuelo Víctor tiene los días contados y es natural esperar que con su muerte, los efectos de sus maldiciones se neutralicen. Lo otro es que, si por eso fuera, cada criatura viviente en este planeta sufriría espantoso tormentos dado el carácter de púgil espiritual del viejo. Cuando lo conocí, ya había peleado con los políticos liberales de la posguerra, los curas liberados, las mujeres que trabajan y usan minifalda, las nubes, los perros de los vecinos, los gatos de Otto, las malas pulgas de Doris, los payasos comunistas, los buses intermunicipales y la maldita manía tropical de llover y hacer sol, nada más.
En cambio, disfrutaba mucho de la compañía de niños silenciosos y obedientes siempre prestos a colaborar y a aprender de los mayores. Gozaba, también, las innumerables visitas de sus amigos bigotudos y panzones que le hablaban de no sé qué resurgimiento. Él los saludaba con su típico sentido del humor, descubriéndose la cabeza muchas veces y riendo con carcajadas convulsas. Con el tiempo sus visitas menguaron hasta desaparecer. Comentaba, con orgullo en la voz, que era el único que quedaba:
“Federico se murió de cáncer
Y Rodrigo en altamar;
Hans dejó de ser
Llevándose consigo a Aldemar”
Hace un año aún jugaba fútbol en los esporádicos paseos a la finca del Patía. Ahora, debe usar bastón y calcular cada paso. Se decidió por cortar un trozo de cedro y hacerlo él mismo. Debo reconocer que hizo un buen trabajo, además de que le luce bonito. Y esa es otra cosa con la que papá Víctor no ha peleado: la terquedad. Prácticamente ha hecho su voluntad y casi todos los muebles de la casa. Claro que ahora, con su rodilla mala, se limita a leer y tomar tecitos de distintas frutas, como cualquier viejito decente.
(Continúa...)

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