Domingo, 1 de junio del 2003
Víctor tenía veinticuatro años cuando puso los pies en Buenaventura. Casi de inmediato deseó ponerlos de nuevo en el buque, pero ya no había marcha atrás. Guarda una foto que se hizo tomar ese mismo día y la estampa no puede ser más cinematográfica: un falso rabino de luengas barbas junto a su nórdica esposa, con unos treinta kilos de ventaja, quien cargaba un repollo de cuatro kilos llamado Otto.
Llegó hasta acá en el tren y tuvo la fortuna de encontrar a varios compatriotas camuflados tras el candelabro de los siete brazos. De lo demás no habla, y siempre será un misterio el modo en que logró acomodarse sin levantar sospechas. Nunca pensó tener nietos; creía que su suerte era mucha si lograba que Otto pasara de los cinco años.
Y tanto pasó que el miedo de enterrar a su pequeño se esfumó con la llegada de Doris, Sara y María. A cada una supo darle su lugar, pero no contaba con que el destino lo encariñaría en exceso con la última, la más chiquita que le recordaba a sus hermanas peinando muñecas de trapo a los pires de frau Sophia, la nodriza.
A decir verdad, el abuelo rimaba sólo su historia colombiana. La infancia se le salía raras veces, pero con total nitidez. A veces pienso que dice puras mentiras. Otras, simplemente juego a poner atención mientras don Víctor habla y yo me voy de nuevo a pensar en las cosas del día.
Bautizó a las hijas, porque nunca abandonó la cruz, en estricto orden de estatura. Cuando Doris cumplió los ocho años, Sara, de siete, era un poco más alta y María, un tanto más gorda.
(Continúa...)
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