miércoles, 9 de marzo de 2011

Anales del falso profeta (4)



Sábado, 1 de junio del 2002

Los ojos de Cristina no son tan grandes como los imaginaba. Siempre la había visto de carrerón, tan sólo reparando en esos pies gigantescos que siempre oculta entre unos zapatos que bien podrían ser de payaso. La vi fijamente, al rostro, esta mañana cuando llegó a saludarme por mi cumpleaños.

Cristina es la hija menor del tío Otto, respetable farmaceuta e hijo predilecto de don Víctor. Era el mayor y el favorito hasta su muerte, ocurrida poco después de la visita del papa polaco. La niña lo vio caer desmayado en la bodega de la farmacia. Corrió buscando a su madre para contarle que “papito se puso a dormir en el almacén, pero antes hizo unos pasos de baile chistosísimos”. Luego, vivió unos meses con nosotros mientras su mamá arreglaba los asuntos del difunto y salía de un sanatorio. En ese periodo, Cristina sostenía que su mami estaba de vacaciones en la finca, además, aún no habían empezado a crecerle los pies.

Aunque tuvo tres hermanas mayores, nunca anduvo vinculada a nadie distinto a la madrina, que era la misma mía. Claro que no coincidíamos mucho porque ella estudiaba en el colegio de las monjas marrones por la mañana y yo, como buen hijo de padres separados, en escuela pública vespertina. O sea que nuestras vidas no se han juntado demasiado, lo que pasa es que el más parecido, tanto física como anímicamente, al tío Otto soy yo. Sí, me parezco a Fernando, el que puso el esperma, pero gana la cara de alemán jodido en esta “manigua inmunda”, como decía el tío.

De Fernando Marín traigo los ojos marrones con todo y conjuntivitis. También la complexión de zancudo amazónico se la debo a los genes empotrados en el cromosoma Y. Desde luego, heredé el apellido, porque los Marín han sido gente decente que ha sabido responder por sus errores.

Creo haberlos visto juntos, a Fernando y Otto, una sola vez. Fue en diciembre, tal vez del 86, y los vi sentados en la sala del abuelo Víctor tomando wishky y diciendo palabrotas en cada chiste. Eran los días en que la madrina andaba enfrascada en otra “aventura pendeja”, según decía el abuelo, y no paraba en la casa sino para llevarse latas de atún.

La versión oficial era que estaba de paseo en la finca de unos amigos, pero el tío Otto y mi madre Doris hablaban por lo bajo acerca de no sé qué campamento y de un tal cerco, que yo creía de alambre, pero que en realidad era de militares. De hecho, una vez alcancé a escuchar que iban a hablar con la otra hermana para esperar el momento de ir a recoger el cadáver. Pero el paseo terminó cuando comenzó el nuevo año y la madrina llegó, cansada y oliendo feo, para quedarse estudiando mecanografía.

Cristina y yo jugábamos a los pistoleros mientras nos llegaba la hora de irnos a dormir esperando al niño dios. Entre balazo y balazo, Otto y Fernando intercambiaban consejos y bromas con palabras cada vez menos articuladas. “Mi papi tiene más plata que el tuyo y me va a regalar una bicicleta”, decía Cristina con ganas de verme envidioso. “Sí, eso es verdad, pero resulta que el tío también me va a regalar bicicleta a mí”, respondía triunfal y ella miraba hacia el infinito para ponerse a llorar.

Apenas llegaba el toque de queda para los niños, escuchábamos al abuelo Víctor hablar con el tío en alemán. Fernando venía hacia mí y me abrazaba llenándome con la pestilencia de su aliento, escocés en ese instante, intentando pronunciar cada palabra para no parecer borracho; “mijo, le dejé un detallito con don Víctor. Nos vemos en junio y se porta bien. Aufidersen, pues”, decía en chiste y desaparecía como un vampiro de película tapándose la boca con la manga del saco.

La madrina me decía que Fernando se iba largo tiempo para una finca donde había conseguido trabajo. Ahora comprendo que mi familia siempre fue bastante monotemática y falta de imaginación para inventar excusas.

Hoy, cuando Cristina pasó un rato a saludarme, reparé en sus ojos pequeños y me parecieron asquerosos. Debo reconocer que, a falta de hermanitos, fue una eficiente compañera de juegos durante un breve periodo en la infancia solitaria de ambos. Por primera vez dejé de mirarle los pies y, ante el desagrado con sus ojos, tuve que conformarme con verle las tetas. Debe ser la costumbre o la cercanía, pero Cristina no me agrada ni siquiera como prima o recuerdo lejano.

En cambio Elisa, su hermana mayor, fue y siempre será la mujer más hermosa del universo. Casi nunca estaba y sólo la veía en raras ocasiones familiares. Siempre fue y será mucho más alta, gorda y vieja que yo. Parecía sacada de los recortes de publicidad noruega que el abuelo guardaba entre sus libros.

Ya fallecido el tío, su familia se obligaba a pasar las fechas importantes en la casa paterna. Entonces llegaba Elisa, pero yo le tenía miedo. Participaba en las charlas de los mayores y hasta cruzaba la pierna como una mujer de verdad. Me gustaba jugar a quitarle la ropa con la mente y adivinar cuántas pecas tendría en las nalgas. Así fue durante muchos años. Luego, pude comprobar que sólo tenía pecas en la cara y algunas espinillas en la espalda.


(Continúa...) 


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