Viernes, 1 de junio del 2001
Se con certeza que a mi madre la preñó un señor buena gente, muy parecido a mí justo a la edad que tengo ahora. Conozco su nombre y, además, pongo las manos en el fuego defendiendo su honradez y la lejana abnegación para con nosotros. Declaro solemnemente que lo quiero como a un padre.
En cambio don Víctor nunca quiso que le dijera papá. “Yo soy su abuelo materno, de aquí hasta el infierno”, decía con la caja de dientes a medio poner. Había quedado viudo tres años antes de que yo naciera y estaba por jubilarse cuando me bautizaron.
Nunca tuvo que ser cariñoso para ganarse mi afecto. Los alemanes viejos, súbditos del imperio que debía durar mil años, no suelen ser muy efusivos. Así, el abuelo llegó a estas tierras huyéndole a la pólvora de la suya propia. Se vino en un buque de bandera belga con la esposa y el hijo mayor, mi tío Otto, alma bendita. En su pueblo sabía herrar caballos, pero acá supo dar clases de botánica. Y de mecánica automotriz, clásica, moderna, cuántica y cuanta pendejada se le ocurría.
Yo me sentaba a sus pies para escucharlo hablar enredado y maldecir a Gaitán y a Echandía. De vez en cuando lloraba tímidamente cuando algo le recordaba sus filacterias arrumadas en el baúl de la sala.
Alguna vez quise preguntarle por los ritos de su pueblo. Quise saber porqué escogió este lado del mundo y no Israel. Me dijo que no recordaba bien, que la memoria le fallaba y por eso rimaba. Lo viejo ya se le borró, pero de lo nuevo qué sé yo. Luego, rebuscaba en un cajón y sacaba su vieja Luger de nueve milímetros que ya no servía. “Uno podía atravesar a diez judíos con un solo tiro”, decía ahora sin rimar.
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