Martes, 1 de junio de 1999
Nací un día como este hace veinte años, pero por la noche. Mis padres vivían juntos todavía y mis madres cocinaban y sonreían casi siempre. Reconozco que para ese día, aun no nacía mi memoria; lo que cuento me lo dijo una de mis madres, la biológica. También dijo que sabía de antemano cómo iba a desenvolverse mi juventud y aseguró conocer mi voz porque cuando le hablaba a la barriga yo contestaba, pero solo para sus adentros.
Como dije, de eso no me acuerdo. Ella es la que deja de pelar un plátano y se pone a recordarme dentro de sus entrañas, porque cuando salí era como volverme a conocer. Adentro no lloraba, más bien la consolaba cuando se sentía mal. Es que el embarazo trastorna a las mujeres y las pone a pensar en cosas que usualmente ni mentan. Tampoco pedía nada. Uno allá adentro no necesita nada. Me recitaba versos del abuelo y yo le contestaba con rimas de Bécquer. O era al revés. Ella decía “el nene va a dormir en su cunita cuando nazca”, y yo decía que sí, si no había más remedio, pues tocaría.
La noche en que nací el cielo estaba despejado. El abuelo le rimaba a todo para que no se le olvidaran las cosas. Es así como llegó junto a la hija recién parida y viendo la hombría de octavo nieto sentenció, “El hijo de Doris, mejor que se llame Boris”.
De este modo quedé bautizado y, de una vez, despejo las inquietudes de quienes he conocido que imaginan conspiraciones soviéticas de finales de los setenta. Me llamo así, por el rigor poético de un viejo patético, eso sí, en plena guerra fría.
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