Popayán,
2 de mayo de 1993
Querida
Judy:
Nací
en un párrafo, gran inicio, lo que podría llamarse un polvo fugaz contra un
murito a medianoche. A veces, siento una envidia terrible de los demás mortales
que no son capaces de recordar los coitos de sus padres. Fui testigo, y tengo memoria
de ello, del escupitajo de semen que me dio origen. Sé, de primera mano, las
blasfemias que mamá pronunció en el instante vil cuando papá no avisó y, ¡pum!,
adentro el asunto.
Hubo
otro como yo. Un tal Óscar, polaco él. Pero le llevo ventaja porque yo sí sé
quién es mi padre. No lo puedo negar porque salió muy parecido a mí, además de
ser buena gente.
Y
aquel párrafo inicial, compacto y coherente, anda perdido entre los tachones
que va haciendo esta vida. El primero fue el de la elocuencia. Desde siempre,
aún antes de ser cigoto, supe que mi destino estaba amarrado al fluir de las
palabras. Los pensamientos son el agua de un río que se va estrechando conforme
tiene que cincelar la roca. La fuerza de la corriente es el lenguaje y los
remolinos, mis palabras.
Quería
decirle a papá que su postura frente al estatuto de seguridad era un tanto
débil, pero mi cuerpo neonato sólo expulsaba gritos desgarradores. Para cuando
mi aparato fonador empezaba a adecuarse, Turbay ya no era presidente. Mamá
escuchaba mi llanto y acercaba el seno izquierdo para que yo bebiera. Le
agradezco, aunque nunca tuve hambre. Lo que hacía era recitar a Whitman y, por
eso, mi garganta limitada soltaba chillidos.
Porque
soy un espíritu que aguardó la eternidad para llegar a este cuerpo. Esperé
durante explosiones y refracciones a que llegara mi turno. Se han equivocado
los que adjudican el limbo a las almas indecisas. Es al contrario: los
espíritus de los hombres, las mujeres y las cosas están en ese almacén hasta
que suena el aviso. Y eso es la eternidad. Un canto a mí mismo desde el
principio del cuento, tiempo en que fuimos creados Whitman y yo.
Sin
embargo, cuando abandone la casa de vísceras que hoy ocupo, seguiré siendo y
estando hasta un nuevo ciclo o una nueva lectura, si así se prefiere. No hay
reencarnación, sólo un lento desvanecer hasta que el destino ordene, con letras
de molde: FIN.
Como
siempre tuyo,
XXX.
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