Los relatos confluyen en el mismo hecho
inevitable: la muerte. Tú, como patriarca de mi lado paterno, ocupaste el trono
reclinable y lleno de cojines que la edad y el buen retiro te hicieron merecer.
Te conocí pequeñito, aunque en las fotos de
juventud lucías alto y rubio. Pequeño, cojito y calvo (contaste con el extraño
récord de ser el primer reemplazo de cadera del país). Eras inquieto y devoto
de plantar pendejadas en el patio. A lo último, te nos volabas en el campero y
sabíamos que eras tú, porque no se alcanzaba a ver al conductor.
De ti heredé una chaqueta de pana y el
resabio de guardar el papel regalo para después. En tu sonrisa infantil siempre
encontré reposo y complicidad. En tu regazo había muletillas de paisa viejo y
un calorcito acogedor, de ese que sólo emanan los abuelos.
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