lunes, 13 de diciembre de 2010

Trasfondo metafísico de un helado derretido



Anoche pensaba llegar a ti
Quise dar un grito pa’ desahogar
Entonces me puse fue a meditar
Que uno viene al mundo es pa’ sufrir.

(El pescador de Barú)

Eventualmente me duermo con la seguridad de que llegará un día mejor. En principio, el alba es maravillosa, pero con el pasar de los minutos se va gastando el entusiasmo. Ver pasar un día es casi lo mismo que comprar un helado y no comerlo, sólo mirarlo hasta que se convierte en un charco viscoso de melaza y anilinas.

No por eso vivo amargado. Toda la vida me la he pasado con la misma sensación. La melancolía me entra, no importa si es de día, justo con el primer contacto humano, con el saludo hipócrita y los huevos revueltos. Y es una melancolía bonita, digamos, provechosa porque me anima a salir al mundo a combatir las caras largas con altas dosis de mi propia miseria.

Antes, cuando estaba en el colegio, sentía un profundo desprecio por todos los hombres de mi edad. Quería reunir el valor para hacerles ver lo mínimos que eran, a través de algún reproche magistral. Luego fui entendiendo que ninguno era menos que nadie. El ciego fui yo que no podía ver cada átomo de podredumbre que me acercaba a los demás.

Ahora no sufro por ellos. Estos días, que se acumulan por miles, se gastan rápido; se derriten entre los dedos de un dios que aprendí a despreciar, pero que, quiéralo o no, me pone a pensar cada estupidez.

Pero si al comenzar el día estoy un poco animado, cuando cae la noche suelo revolcarme entre las cobijas pescando trozos de alegría congelada en instantáneas, en fragmentos poco claros. Es que somos seres de memoria selectiva.

Siempre, cada mañana, llega con puntualidad ese día que será mejor. Todos los días son buenos y todos los despertares son un milagro. Todas las angustias vienen de las ganas de sentirse mejor y la melancolía habla de un fuerte sentido de lo bueno arraigado en el alma.

Y por más que me lo repita, no sé porqué no he podido convencerme. A lo mejor, el milagro de la vida consiste, precisamente, en conservar un asomo de desolación a pesar de lo bueno, de las mañanas, del amor o de Dios quien, dicho sea de paso, fue el que me enseñó a odiar.


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