lunes, 6 de diciembre de 2010

La monja y la vida

Imagen tomada del Flickr de Daniel Martin


A pesar de todo creo que la vida es un invento maravilloso. Al oírme hablar así, quienes me conocen pensarán que les estoy gastando una de mis típicas bromas y no faltará el que se preocupe por mi salud emocional. “Mirá que el flaco anda como raro”, dirá uno, el de las gafas, mientras manosea su periódico diario sin leerlo. “No demora en llegar”, susurrará la novia del gafufo y volverá a mirarse para adentro. “Yo leí que ahora cree un poquito en Dios”, agregará el optimista con auténtico interés en la cuestión. 

Pero ese día no llegué, sino al siguiente. Tuve que faltar a la charla cotidiana, como anticipando el futuro, porque no le vi problema a caminar despacio por un andén angosto y perseguir, casi remedando, los pasos de una monja que llevaba un canasto lleno de galletas con forma de animalitos. Las monjas, para mí, no representan mayor cosa salvo si son reposteras. En la infancia cargaba con la manía de creer que esas señoras eran la personificación de la bruja del cuento de Hansel y Gretel. Me mataba la intriga de ver cómo atraían a los niños con su constelación de bizcochos y galletas para luego comérselos. En varias ocasiones quise comprobar mis sospechas, pero nunca fui capaz hasta ahora.

Apenas sentí la presencia de la monja noté cómo los caballitos de masa horneada me invitaban a cabalgarlos en un prado que se abría más allá del horizonte. Entonces me fui detrás atravesando calles y esquivando carros.

El optimista doblaba papel de colores cuando llegué con ganas de pedirle un cigarrillo. A su lado, el de las gafas sufría lo indecible por haber tenido un día agitado. La novia no dejaba de mirarse para adentro, ni siquiera cuando le ofrecí galletas de un paquete que le robé a cierta monja distraída con el mundo y con la vida que, a pesar de todo, es un invento maravilloso.


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