A la única persona que he visto en el tránsito entre la vida y la muerte es a mi abuelo materno. Andaba yo estrenando la mayoría de edad, luciendo mi cédula de ciudadanía para poder comprar cigarrillos sin remordimientos, cuando el viejo se puso mal. Al principio, se sospechó de una hepatitis que lo marginaría por algunas semanas, pero la cosa era más seria: cáncer de páncreas.
Tan grave sería, que no tuvimos tiempo de hacernos a la idea y, lo que fue mejor para él, tampoco tuvo el chance de agonizar lentamente. Su cuerpo se fue apagando con velocidad pasmosa y al cabo de cinco semanas ya estaba postrado en su cama, instalada ahora en el primer piso para hacer todo más simple.
En esos días estaba convencido de que el mundo es para los jóvenes y, llegado el momento, es mejor morirse dignamente sin sufrir demasiado. Por eso me fui alejando de mi abuelo. Casi no paraba en la casa con la firme intención de no toparme con accesorios hospitalarios y frascos de alcohol. El cuidado del enfermo estuvo a cargo de sus hijas, principalmente de mi madre, quien veía cómo se le iba la piedra angular de su vida, el único ser en el universo que creyó en ella y la cuidó hasta el final.
Fueron casi dos meses ausentes, callados. Se impuso una rutina de silencio y guardias nocturnas hasta esa madrugada de octubre en que me vi desvelado por los ruidos que hacía el abuelo. Me levanté, muy a mi pesar, y encontré a mamá dormida sosteniendo la mano de su padre. Abuelito estaba conectado a la morfina, pero aun así tenía los ojos abiertos y la mirada fija en algo a sus pies. Parecía querer hablarle al vacío y fue entonces cuando alcanzó un rosario de cosas inentendibles.
Y fueron sus últimas palabras. Tomó mucho aire y lo exhaló de un solo tirón. Después, abrió la boca y se quedó así, muy quieto, muy tieso y muy majo como siempre, porque el abuelo era recio y muy apuesto, inclusive para morirse.

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