miércoles, 24 de noviembre de 2010

La culpa de Celso y Lucía



En definitiva, la culpa de todo la tuvo el triste y temible disparo de palabras resentidas que Lucía, la niña pálida, escupió a la cara de un Celso pequeño y enojado que la miraba entre brumas alcaloides.

El humo se alzaba denso y azul entre la ropa a punto de ser llevada a la lavadora. El pelo de Lucía olía a marihuana y champú anticaspa, mientras que Celso aspiraba cada vez más frenético, ido y desmemoriado de las cosas que a la niña solían gustarle para dormir.

“Vamos a ver si hoy llega el Señor y nos lleva a su lado”, decía el lagarto humano entre manotadas al vacío. La babilla no fumaba, pero disfrutaba los aromas. Hoy no. Hoy era día de melancolía, de pesados los párpados y boca amarga. Celso le miraba las tetas y Lucía se tapaba las piernas porque ella también se desorientaba con los vapores aromáticos de la pipa.

Era como en los días del otro lado, cuando no había lagartos ni telégrafos. La rabia es simplemente consejera, ni buena ni mala, aún en horas de lucidez. “De todos los animales, me tocó parecer un gato de basurero”, “Sí. Eso y más”, “Pero qué te hice”, “¿No sabes?”, “No”, “Mejor así”.



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