miércoles, 26 de octubre de 2011

El miembro honorable



Los honorables miembros decidieron otorgar la medalla al valor a un soldado de cuarenta y tres kilos y aspecto enfermo. Por primera vez se tomó la determinación de abandonar la imagen heroica de las películas y ensalzar la miseria del universo hecha hombre. Hombre de huesos y algo de carne. 

Viéndolo allí sentado, junto a las altas dignidades, parece que la suya comenzara a existir, pero es sólo un truco de cámaras. Dicen que la televisión hace engordar cinco kilos. En este caso, más bien hace crecer la nariz y el espacio entre oreja y oreja.

La ceremonia fue larga, como todo lo que dura mucho tiempo. El más honorable de todos los miembros – un viejito pequeño y de ademanes sensuales – invitó a la concurrencia a entonar las notas. Las mismas que se aprenden en la infancia, pero que nadie canta ni siquiera en las ceremonias. Todos de pie y el desfile de los otros honorables miembros que, siendo ocho, hacían un total de nueve con el que presidía. El soldado asustado, no sabía cuándo pararse o el instante idóneo para detener la entonación de las notas. Él sí las cantaba con emoción porque aquel día lo condecoraban. Faltaba ver si era capaz de aguantar el peso de su medalla. 

Todos sentados y un mensaje grabado del soberano. No asiste a ceremonias desde que enfermó. Por eso yace delicado en su palacio esperando que la misericordia divina lo arrebate hacia un infierno mejor. Su bucólica Majestad felicita en nombre de Dios y del pueblo a tan valiente espécimen y lo conmina a adoctrinar con su buen ejemplo a tantos despistados que nada más ven televisión. 

Aplausos y sollozos. La penosa agonía del soberano opaca por instantes el brillo del metal con que bañaron la medalla que espera sobre una bandeja de plata. Debe aguardar. Ese es el destino de las medallas. Primero los discursos. 

En la mesa principal están los nueve. Cada honorable miembro separado de su compañero por un monitor de signos vitales y un capellán. Aparte, en el rincón superior izquierdo está el soldado. Es valiente, por eso la medalla, pero no es honorable como esos nueve miembros. Cosas del honor: se puede tener línea privada con la salvación para evitar confusiones a la hora de confesar pecadillos. Los capellanes también son honorables. 

El resto del espacio, lleno de asientos numerados, se ve complementado por insólitos destellos automáticos. También había reporteros y fotógrafos. La cámara uno nos deja ver un bello “tres cuartos” de lo que ocurre; la número dos corretea alegremente entre los rostros de los honorables miembros, haciendo evidente lo largas de sus oxigenantes trompas. Pero la cámara tres es la menos afortunada: pende casi del techo, muy al fondo y lejos de la acción. Sirve para recordarnos, de vez en cuando, que vemos una ceremonia de condecoración y no otra cosa. 

El soldado, gracias al protocolo ensayado, inició su marcha con paso de héroe. Caminó seis pasos, ni más ni menos; dio la espalda a los destellos automáticos y sin vacilar besó a cada uno de los honorables miembros en su único ojito – como hacen a veces los enamorados -; tomó su medalla e intentó salir por una puerta pequeña, pero tuvo que ser auxiliado por los guardias. El peso adicional lo aferraba al piso como un imán. Como un honorable miembro.


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