Soledad de mis amores, no hago sino quererte. Del amor antes de ti me quedó una buena dosis de nostalgia, como para acompañar los cafés de aquí en adelante.
Soledad es mi marrana. La compré cuando Carmela no quiso seguir conmigo, consiguió novio y se casó. Rompí un cochinito de barro, donde metía las sobras de mi diario, y corrí hasta donde Gerardo para que me vendiera una de las crías de Ramona, su lechona favorita. Yo quería un macho, pero Soledad parecía destinada a crecer a mi lado. No, mentira. Me la llevé porque era la más grandecita y agraciada. Además, aún hoy conserva el brillo en la mirada que me hechizó desde el primer día.
Todos los animalitos a mi cargo han corrido con la suerte de llamarse según el momento: cuando vivía mantenido por la tía Rosario, tuve una gata que se llamaba Concha. Al perder gran parte de la hacienda, hubo que bautizar al potrillo como Chaleco, por el simple hecho de que ya no tenía mangas. Y ahora que la bruta de la Carmela se largó con un policía, llegó Soledad, mi marrana flaca y fiel, mucho más que un perro o un amigo.
Carmela me cambiaba los pañales y me daba el tetero cuando mamá se cansaba de mi constante presencia. Cuando nací, le dijeron que no iba a pasar de los dos meses, pero al ver que iba llegando con éxito a los tres años, trajo a la nana. Aprendí a cagar solo casi a los diez años, únicamente por el placer de dejarme manipular por esa mujer inmensa y olorosa a los untos que le robaba, con un rigor casi burocrático, a mi mamá.
Nunca supe su edad. Puedo suponer que cuando llegó a la casa, andaba por los quince años. Luego, me imagino que tendría unos treinta la primera vez que me aventuré entre sus piernas, teniendo la certeza de que allí estaba lo que, de niño, se me había perdido.
Mamá nunca se opuso. Papá, marido ejemplar, había despertado al sexo de la misma manera, pero con la madre de Carmela quien, a su vez, administraba con rigor la despensa de nuestra casa. Y nadie se opuso y todos miraban porque, además, yo no conocía otro universo que no fuera el pelo largo y grasoso de Carmela; sus ojos indios y los pocos dientes que lucía con orgullo, pese a todo.
Ella misma se resistía un poco, sobre todo los sábados. Desde temprano se dedicaba a peinar cada hebra de cabello, matando los piojos sin más armas que la fuerza de sus dedos. Alguna vez, quise regalarle un jabón como los que usaba mamá, pero Carmela no era para oler a sándalo. Ni para recibir regalos.
Esa rutina de los sábados me quedó para siempre. Me gusta poner el casete de Rocío Durcal que Carmela casi daña de tanto escucharlo, y empezar a sacarme los piojos de la barba en compañía de Soledad, que se los come como si fueran confites.
No hay comentarios:
Publicar un comentario