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Ava Gardner |
Rima asonante de un soneto mal armado;
Viento acre de ciudad sostenida
Y ella que corre entre los carros
Como ratón que huye del gato.
(Fragmento de la “Balada del retenido por error”, Cali, marzo de 1997)
Preludio
Siempre fuiste mala pero, aprendí a quererte porque soy terco y empeñé la vida en hacerte mía, aunque fuera una sola vez. Así de claro, eres lo que típicamente había conocido como una basura, pero Dios, que a veces es un bromista de primera, te hizo sabrosa de culo y tacaña de escrúpulos.
No es que fueras la gran cosa. Al principio, me hice el propósito de hacerte caer en mi maraña de bobadas para desnudarte, muy rápido, y darme el desahogo que tanto necesitaba. Había tenido unos meses muy duros, de puras pajas rabiosas día tras día. Imágenes de mujeres conocidas y, de repente, prohibidas por lejanas, hasta que la broma divina empezó a jugarse después de un ataque de paludismo. La fiebre, que es mala celestina, me mostraba un rostro tuyo odiado, pero deseable. Y no fue cosa del destino o el amor que es ciego; fui yo mismo que me ranché en la idea de que aprender a quererte, a ti, la mala, la loca, la casi fea, iba a ser la meta. Por eso, cuando me preguntan, digo que el amor me lo inventé y que los besos del comienzo se los robé a tres almanaques con la foto de Ava Gardner.
Luego supe que ibas a ser para mí, que la trampa ya estaba puesta y yo caí, redondo. De ahí en adelante todo fue lo que tú y yo recordamos. Por mi parte, aún echo de menos tus tetas infames, tu boca golosa y obscena, mentirosa. No dudo de los “te quiero”, pero si de todo lo demás. Tengo en alta estima los momentos del engendro que éramos uno dentro del otro y no el estúpido guiñapo que fui y eras, soy y serás, después de la verga cansada, olor a eterno sueño de muerte.
Los cálculos me fallaron y después del primer encuentro, que se suponía sería el único, no quise sacarme el embeleco académico de aprender. En este caso, a ser el que siempre habías querido o, por lo menos, lo más cercano al gañán que te estruja el corazón.
Ludio
En esta calle uno se encuentra una gran variedad de gente. Y digo calle para no confundirme con la casa. Por eso, calle es sinónimo de afuera de las cuatro paredes donde, a veces, duermo. Pues bien, por fuera siempre andan las mujeres y los niños. Unas solas, las otras flacas y casi todas caminan al azar, de un punto a otro. El azar de las mujeres no es como el de los niños que van y vienen, dependiendo de lo que quieran.
Los hombres, que no pueden faltar, no salen casi nunca porque se ocupan en aprender lo que no conocen.
Esta calle, digo, es una avenida de mierda que ni siquiera me ha servido para terminar de redondear lo que estaba diciendo de ti. Ahora que estamos así, tú con esas ínfulas de fiscal y yo tan… despachado, como siempre, me temo que la causa revertirá a tu favor.
Como dice esa canción “Todo empezó en el lugar indicado…”, para que veas que también tengo mucho mundo y escucho músicas profanas, de autobús. Comenzó este asunto con unas palabras, las de siempre en novelita rosa o sueño adolescente tardío, porque como recordarás, yo ya iba por los veinticinco. Para qué te miento diciendo que tenía todo fríamente calculado. Cuando abrí la boca dije cosas sacadas de mi memoria emotiva: la televisión y Corín Tellado.
Lo mejor, ahora que recuerdo, fue tu respuesta. Un “Si” en seco y solitario. Ni una sonrisa, nada. Una sílaba premonitoria como la maldición de un cura.
Perdóname si, a pesar de todo, te sigo tuteando. Creo que se siente más íntimo, como recordando que alguna vez te quise. Y no se crea que todo esto es para ufanarme de lo bueno que soy. Más adelante me ocuparé de mí, pero ahora estamos hablando de ti. Mejor dicho, de mi versión tuya.
Mira, este es el disquito de Travis que te encanta. Cuando te fuiste, lo vi exhibido en un almacén y lo compré. ¿Ya lo tienes? Si no, te lo copio. ¿Lo pongo a sonar? Podemos subir el volumen mientras el humo se escapa por esa rendija. Ha cambiado mucho. MI casa no es la misma sin ti y no es porque hagas falta. Y acá tengo otro que es para mí. Nunca me hubiese atrevido a confesarte, en vida, mi gusto enfermizo por este trozo de pasta que ya no canta nada de lo rayado que está. Ni siquiera en nuestros primeros días, cuando los amantes se cuentan de todo, hasta mentiras.
La primera que te dije me la guardo para mí un rato más. Me gusta envolver secretos en papel milimetrado para dibujarles la parábola adecuada. Pero mejor no me pongo tan geométrico, por aquello del aburrimiento.
También creo que luces bien, aunque siempre te veías mejor a mi lado. No sé si sería el amor, pero ya tus nalgas no son ni la sombra. Tampoco había reparado en lo grande de tus orejas.
Primera retrospectiva
Creo que te amo, desde la orilla más lejana de universo hasta la punta de tu nariz. No es casualidad que justo ahora, cuando tengo el valor para decirlo, se desgrane un aguacero.
Hablaba de tu nariz en el momento exacto de la interrupción del agua lluvia sobre tu frente, el rastro de gotitas que cubren mis gafas y te mandan a posar un velo de frío. No te ves como de costumbre, luces mejor tras las gafas empañadas. Las facciones se te mezclan en el rostro hasta lograr un solo punto gigante y luminoso, a pesar de que estamos parados bajo un árbol en plena noche.
Así fue como todo de echó a andar.
Se trata de saber exagerar. No tuve la necesidad de inventar nada, solamente era cuestión de darle a ciertas cosas, más importancia de la que tienen. Por ejemplo, elevar de rango a una lágrima, ascendiéndola a “rocío místico”, sin ir más lejos.
“Todos los rayos del sol infame de mi tierra
conspiraron para darle forma a tu rostro
que se pierde en la amargura y renace,
de noche, al dulce brillo de esos ojos
puestos para mirar despacio y definitivamente.”
Y como recordarás, es mío ese poemita despachado entre clases. Para que todo se eche a andar, se debe exagerar y hablar bien. Loas, cumplidos, piropos, gestos de aprobación.
Segunda retrospectiva
¿Qué hiciste con la envoltura de ese chocolatín que te regalé cuando me diste el primer beso?
Cada beso tuyo, chocolates. Me costaste una fortuna en golosinas de todos los calibres y de todos los dulzores conocidos. Has la cuenta. ¿Habrá alguien en el mundo que haya sido capaz de domesticarte así?
Los poemas que te di, como ese de “Todos los rayos de sol…”, ya estaban hechos desde el colegio. Primero le componía cosas obscenas a la imagen de la virgen de Fátima que me excitaba de manera cruel, pero con el tiempo, le fui regalando los mismos versos a cada mujer deseada. La cosa es que ninguna cayó, hasta que te tocó a ti. Al principio, ardía en deseos de contarte la historia detrás de los versos. Luego, viendo esa carita que me ponías, como de marmota tísica, no pude, no quise decirte verdades incómodas.
A pesar de ser mala e intrigante, inclusive medio puta, tenías tu lado tierno y sensible. No puedo olvidar que me abriste puertas hacia universos poéticos deslumbrantes: Pessoa, Mistral, Pardo y Rimbaud. Que no supieras sobre el estado de “ineditud” de todo lo que creíste inspirado en ti, es algo que habla bien de tu lado inocente. Vi tu faz tranquila, como la cara lunar que no vemos, después de mis oportunos asaltos líricos.
También, fui capaz de sentirte mucho y muy cerca cuando me leías a media voz los cuentos de Borges que te arrullaron desde siempre. Tal vez, ese fue tu único universo honesto, complicado y caprichoso, pero del todo franco y querendón. Sabes muy bien que nuestras vidas se cruzaron como las “moscas que vuelan al azar” de Cortázar, para que tu te callaras.
La envoltura del chocolatín está aquí, en mi billetera.
Retrato
Mis manos delgadas se cansaron de azotar la mesa. Fui ladrón de uvas en los supermercados de Bogotá, México y Hong Kong; prostituto en Tijuana; ayudante de tipógrafo marica; árbol de aguacate en funciones de medio pelo. Fui pianista, organista y concertista de instrumentos imaginarios.
Los ojos pequeños, a pesar de la mugre, siempre me gustan. Quiero despertar un día con los ojos en remojo, listos para coleccionar. Pero sin instrumentos para ver, no podría agitar las manos delgadas y verlas pellizcar el aire en busca de tus nalgas, siempre saltarinas, que se escapan mientras llegas a la ducha.
Retrete
Nuestra vida juntos habla con elocuencia de lo poco que fuimos, en suma. Fueron años, quizá una década y, recordando, solo una ducha compartida.
Ahora, hoy, muchos años después.
En estos días lejanos en que podemos hablar sin blandir yataganes en cada palabra, creo que te divertirás de lo lindo sabiendo lo que en realidad siempre pensé de ti. Los enamorados juran, tácitamente, un pacto de verdades que es lo contrario. La verdad, hermosa y vana concepción, es enemiga natural de la gente que se atrae. Por eso, jamás dudé de la absoluta sinceridad de tus mentiras, así como creo en ellas como camino hacia la felicidad. Es duro soportar ciertas verdades, así sean secretos a voces; ser feliz viene siendo sinónimo de estar tranquilo. Lo demás es para los mártires.
Las dos caras de un dado especial que compré hace poco, no me brindan mayor campo de especulación que un destino bipolar. Si lo hubiese tenido desde el principio, tal vez esta historia se viera escurrida en pulsos con trazas digitales de “sis” o “noes”, caliente-frío, en fin.
Nunca será suficiente el tiempo y, menos, el papel que debo gastar para intentar cada retrato tuyo. Los meses son hijos calavera de los años, que a su vez mandan con crueldad en la nitidez de los recuerdos. A lo mejor tenga que pasar otra década para volver a charlar con el fantasma de lo nuestro. En esta ocasión, los rezos para invocarte te agarraron de mal genio.
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