lunes, 30 de mayo de 2011

El gran danés

Tomada de gustyaguilar.blogspot.com

Verónica es una mujer fácil de impresionar. Parece que los años no le han quitado esa infantil capacidad de sorprenderse casi con cualquier cosa. Siempre que lee el periódico, me llega con el relato enardecido de los hechos más curiosos: el accidente aéreo en San Andrés y la señora muerta, pero del susto; la bomba en Bogotá; el volcán Galeras o un oscuro torneo de parqués, donde el ganador fue un enano cuadrapléjico y se pregunta, nos preguntamos, cómo diablos le hizo para batir los dados. También arma un pequeño drama hospitalario cuando me corto afeitándome. Y esa es la mejor parte porque me cuida como si fuera enfermera. Le digo que me arde mucho esa zanja de cinco milímetros abierta por debajo de mis narizotas; le advierto que una pequeña dosis de papel higiénico puede atrancar la incipiente hemorragia y le suplico que me aplique un besito, justo al lado, para que con sus labios no tropiece la herida.

Mi hermana, cuando viene de visita, sostiene que Verónica no es impresionable, sino boba. Algo similar dicen su madre y la mía, a pesar de que papá no se pronuncia y fusila con la mirada a las dos viejas, cada vez que el tema sale a flote. Yo me limito, casi siempre, a colar más café y a entretener a Verónica con largos paseos que debe darle a Bruno para que cague afuera y nunca jamás entre mis pantuflas. Además, ese perro y esa impresionable se llevan bastante bien. No es como con la familia: ella no sabe solo mi papá la estima mucho y creo que ni cuenta se ha dado de las ganas de estrangularme que se carga su mami.

Creo que mi suegra me odia porque no he sido capaz de darle la razón en ese de que Verónica es bobita. Yo le he dicho, “Doña, Veroniquita es bonita y ya está mayorcita. No creo que usted deba hablarme a mí sobre los problemitas de aceptacioncita que tenga con su hijita”. Y ella se ha enojado sosteniendo que le salgo con rimas pendejísimas. Y, en eso, tiene razón.

A veces, sobre todo los sábados, me afeito con ganas de cortarme. Un acto microsuicida, pero no para morirme, sino para que Verónica abra los ojos y despliegue el botiquín que trae en la cara. Para cuando terminamos, ella con la satisfacción de haber salvado una vida y yo con ganas de volver mi rostro un crucigrama, Bruno ya ha dejado su monumental cerro de mierda entre mis pantuflas.


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