martes, 24 de febrero de 2009

Lo que el hueco se llevó

“Un entero dividido entre cero,
Tiende a infinito”
(Calculus Leithold)

El público asiste a un espectáculo de faquirismo en un teatro abandonado. La luz penetra por los intersticios de las ventanas bloqueadas por un telón agujereado por los insectos. Las butacas están colocadas mirando hacia la salida como si se hubiese rotado la platea un ángulo de 180°.

El faquir, extrañamente corpulento, tiene una toalla enroscada en la cabeza a manera de turbante que asegura con un prendedor brillante, dando la sensación de un zafiro. La cara coincide con la de un indio ario: nariz ganchuda, mentón prominente, tez blanca pero quemada y espesa barba negra, al parecer trucada con limaduras de hierro y pegante.

El público goza asombrado con las artes del faquir. Todos sentados y con sendas bolsas de crispetas, previamente aderezadas con manteca, sal y/o azúcar. Todos mastican al unísono, abren los ojos al tiempo. Las almas de la concurrencia penden de un hilo cuando el faquir, parado en un colchón de clavos oxidados, ingiere la longitud completa del falo del guerrero Omeya: una cimitarra gigantesca pasando por la garganta de media centena de bolsas de crispetas.

Para poder subir al colchón de clavos, el indio se quita los zapatos de charol. Por que es indio de Calarcá o Sabaneta, y los indios de estos pagos calzan según la ocasión. Tiene los pies pequeños y un rictus de “no me va a doler” en la boca. Por lo demás, los pantalones bombachos ocultan bastante mal el miembro erecto.

El show dura lo que duran las crispetas. El faquir, que además es mentalista, no acompaña su acto con grabaciones de cítaras, darbukas y pitos. El simple metrónomo de las quijadas devorando el maíz enmantecado, dan la cadencia apropiada para cada grado de dificultad.

Ahora, un círculo de navajas es atravesado con el salto ágil de un hombre “criado por el tigre en las riberas del Ganges”, según sus propias palabras. Cae de pie y se rocía generosamente una lata de queroseno por todo el cuerpo. Se enjabona y frota su torso desnudo con un estropajo, imitando jocosamente el ritual de la ducha.

La carcajada es unánime. Un solo “já” y otra crispeta a la boca. Suena un fósforo que se enciende, el crepitar del cabello quemándose. Una bola de fuego que baja del escenario y atraviesa la platea viendo a su público de espaldas. Un solo grito sostenido, como el ulular de una sirena hasta salir del teatro en ruinas, disparado hacia los cielos azules del verano.

El aplauso fue unánime.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Según mi criterio, su definición de infinitez le falta cierta exactitud matemática, y es que el número tiende a infinito sólo cuando el denominador tiende a cero. Una división por cero es indeterminada.

Me encantó su blog, viejo. Lo recomendaré a quien pregunte.

Saludos desde la lejanía.

Juan P. Ramírez dijo...

Afortunadamente la definición no es mía. Y, por supuesto, es así como usted lo dice. A veces no conviene creerse todo lo que nos dicen los libros.

Gracias por el comentario.