viernes, 27 de enero de 2012

La tragedia de Montepío



Desde hace dos noches, el pueblo donde nací no existe. Yo, que salí hace varios años, no he perdido mayor cosa. Sólo quedaban algunas tías viejas que bordaban mantelitos entre misas.

Sucedió que, tras la epidemia de activistas por los derechos de los animales, antitaurinos y prohibicionistas de toda índole, el sacrificio de animales para el consumo humano fue decretado ilegal. El alcalde estampó su magna firma (y al decir ‘magna’ se aclara que dicho funcionario pertenece a mi familia por línea paterna) en la norma municipal que abolió el consumo de vacas, toros, chivos, chivas, yeguas, caballos y marranos en toda la jurisdicción de Montepío.

La cotidianidad alimenticia del pueblo se fue trasladando hacia toda clase de hortalizas y legumbres, en un principio. Como el alcalde poseía algunas hectáreas sembradas de coliflor, se impuso (también por decreto) su consumo en las tres comidas diarias.

Fue una bomba de tiempo. Tras algunas semanas en tan monótono régimen, las cloacas municipales no daban abasto para refundir, decentemente, los estragos intestinales de los moradores, ocasionados por el ácido sulfhídrico de la coliflor.

Así fue como, hace dos noches, los montepianos escucharon que la tierra bramaba. Voluntarios de la Defensa Civil alertaron sobre un sismo sin precedentes. La policía de acuarteló de primer grado y el cura tocó las campanas a rebato. El alcalde, como es natural, se encontraba realizando gestiones de suma importancia en un famoso balneario caribeño.

Recibí una llamada de mi tía, la más joven, la mamá del alcalde, la de 87 años.

- Mijo, oiga como ruge la tierra. ¡Qué temblor, Dios mío!

Y fue lo último que oí antes de que la comunicación se cortara.

Esta tarde, mostraron en televisión las primeras imágenes de la catástrofe en Montepío. Todas fueron hechas desde un helicóptero que no pudo aterrizar a causa del hedor explosivo de la caca que se devolvió desde las alcantarillas para sepultar a mi pueblo.


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