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Verónica Ruiz Osorio nació con facultades asombrosas para tocar el piano, cocinar mariscos y gustarle a todo el que se llame Óscar, sea cuentero barato y se afeite con espuma de carnaval.[1]
A pesar de ser buena cocinera, su olfato se había dañado en la infancia cuando, por accidente, aspiró una botella de ácido muriático. Desde ese momento, quedó imposibilitada para detectar el aroma de la pecueca. Tal vez por eso, sin llegar a asegurar nada, era presa fácil de los juglares contemporáneos.[2]
Pero era, en esencia, virgen. Pura y casta de pensamiento y obra. Lo más parecido al pecado, para ella, era el olor de los camarones mientras los limpiaba, y sus ideas más oscuras apuntaban a las teclas negras del piano que, dicho sea de paso, siempre olía a mariscos.[3]
No se sabe si era esa condición o su olfato imperfecto lo que agudizaba otros sentidos como el oído y el tacto. Sabía con certeza si tenía fiebre y era capaz de calcularse la temperatura corporal tan sólo con ponerse una mano en la frente.
Cuando la conocían daba miedo. Es que su atractivo estaba de lejos. Era una mujer para admirar, para adorar a la distancia. Más de un Óscar pasó por su casa atraído por el olor y se marchó por donde vino al verla de cerca. A ella siempre le dio lo mismo porque su olfato no andaba bien.[4]
La limitación olfativa de Verónica se limitaba a los malos olores. Era incapaz de olfatear lo podrido y lo invasivo. Era de buena memoria, pero un día se vio distraída recordando la primera pieza que tocó en el piano, herencia de su padre jazzista. Todo apunta a que olvidó cerrar la llave del gas.[5]
Después de la fuga, Verónica no fue la misma.[6]
[1] En este punto, al inicio, la diégesis particular que abarca el universo discursivo de los personajes, baste decir que no se trata de otra historia entre dos. Verónica es hija de las circunstancias y no tiene la culpa de ocasionar miradas poco contenidas de parte de los innumerables Óscares que reúnen los requisitos para desear, al menos, un frío saludo de parte de la muchacha.
No me detendré, entonces, en la descripción de ningún cuentero barato para no herir la frágil susceptibilidad de varios amigos, adalides en suma, del rescate de la tradición oral. Tampoco viene al caso ahondar en la triste fluidez económica de quien, como el cuentero, vive de andar los caminos comiendo poco y cagando por la boca. Además, el nombre Óscar merece respeto. No es apropiado andar mentándolo por ahí, habiendo tanto tipo buena gente y provechoso para la sociedad que se llama así, por ejemplo, mi tío.
Y de Verónica, ni se diga. A diario nacen millones de personas en el mundo con facultades extraordinarias para cualquier cosa. Todos tenemos nuestro talento escondido. Yo, por ejemplo, soy diestro en fingir el llanto en momentos de crisis. Otros son maestros en crear tormentas en vasos de agua.
[2] Nótese el tono trágico que sirve de germen a la narración. Conviene anotar que es meramente irónico y paradójicamente accidental. En este caso no sabemos qué tanto ácido pudo aspirar Verónica, por lo que decir que su olfato sufrió algún daño es mera especulación.
No obstante, este detalle es de vital importancia para comprender el giro satírico que resulta de equiparar el olor a pecueca con el indicador feromónico principal que expele el cuerpo del cuentero. En suma, ¿Por qué había una botella de ácido muriático al alcance de una niña? ¿Cómo hizo para encontrarla? ¿Por qué no hubo otros daños en el organismo de Verónica?, son cuestiones que no revisten la menor importancia.
[3] Hago la salvedad de que recurro al lugar común de la muchacha virgen, sin mácula alguna, con plena conciencia y no en un rictus imitador del realismo mágico, tan en boga desde los años sesenta. Me propongo usar tan gastada cualidad en oposición, divertida si se quiere, al aroma de la comida marina asociada desde antaño con el sexo. No es lo mismo con el piano. El punto hilarante viene de la asociación morfológica de la palabra “teclas” en su doble sentido, tanto en el piano como en los senos de una mujer.
[4] Lo inexplicable. Esa sabrosa sensación de impotencia ante el misterio. Por eso me gusta este fragmento. En él quise dar a entender que no es posible explicar la agudeza del oído y el tacto de Verónica. Lo demás, digamos que cae por su propio peso. Lo desconocido asusta y esa es la razón por la que la gente huye.
Para rematar, uso la fórmula que planteé al principio y digo que varios sujetos llamados Óscar han pasado por su vida. Me parece que debo mencionarlo pues creo que no queda del todo claro, aunque un poco de misterio no cae nada mal.
[5] Astuto punto de giro. Es paradójico como algo tan etéreo como un recuerdo, plenamente estético, ponga en juego la vida misma. Me gusta el suspenso. Insinuar que Verónica puede morir, haría posible crear una atmósfera intensa y propicia a la especulación del lector. Mejor si la narración es contada en familia, de sobremesa y apagando el televisor.
Es curioso ver que Verónica tuvo un padre músico inclinado por el jazz, mientras ella prefería a Schubert por sobre todas las cosas, por encima de Chopin y renegando de Thelonius Monk. Pero esa primera pieza fue, justamente, “Epistrophy”. Allá verá el lector cómo le hace para relacionar tan bello tema de jazz con una fuga de metano.
Son cosas que lo ponen a pensar a uno. Esta parte del cuento, advierto, no es para reírse. Hay que guardar las proporciones y saber cuando soltar la carcajada. Para eso se precisa, no solo, leer de corrido, sino que también es prudente averiguar la mecánica del chiste. Es usual toparse con muchos autores que escriben de corrido y el lector es incapaz de saber cómo, cuándo y dónde reír o llorar.
[6] El relato termina justo con esta frase. Se puede hablar, en este caso, de un final abierto porque no resuelve mayor cosa, salvo el hecho de suponer que Verónica no murió.
No me detendré, entonces, en la descripción de ningún cuentero barato para no herir la frágil susceptibilidad de varios amigos, adalides en suma, del rescate de la tradición oral. Tampoco viene al caso ahondar en la triste fluidez económica de quien, como el cuentero, vive de andar los caminos comiendo poco y cagando por la boca. Además, el nombre Óscar merece respeto. No es apropiado andar mentándolo por ahí, habiendo tanto tipo buena gente y provechoso para la sociedad que se llama así, por ejemplo, mi tío.
Y de Verónica, ni se diga. A diario nacen millones de personas en el mundo con facultades extraordinarias para cualquier cosa. Todos tenemos nuestro talento escondido. Yo, por ejemplo, soy diestro en fingir el llanto en momentos de crisis. Otros son maestros en crear tormentas en vasos de agua.
[2] Nótese el tono trágico que sirve de germen a la narración. Conviene anotar que es meramente irónico y paradójicamente accidental. En este caso no sabemos qué tanto ácido pudo aspirar Verónica, por lo que decir que su olfato sufrió algún daño es mera especulación.
No obstante, este detalle es de vital importancia para comprender el giro satírico que resulta de equiparar el olor a pecueca con el indicador feromónico principal que expele el cuerpo del cuentero. En suma, ¿Por qué había una botella de ácido muriático al alcance de una niña? ¿Cómo hizo para encontrarla? ¿Por qué no hubo otros daños en el organismo de Verónica?, son cuestiones que no revisten la menor importancia.
[3] Hago la salvedad de que recurro al lugar común de la muchacha virgen, sin mácula alguna, con plena conciencia y no en un rictus imitador del realismo mágico, tan en boga desde los años sesenta. Me propongo usar tan gastada cualidad en oposición, divertida si se quiere, al aroma de la comida marina asociada desde antaño con el sexo. No es lo mismo con el piano. El punto hilarante viene de la asociación morfológica de la palabra “teclas” en su doble sentido, tanto en el piano como en los senos de una mujer.
[4] Lo inexplicable. Esa sabrosa sensación de impotencia ante el misterio. Por eso me gusta este fragmento. En él quise dar a entender que no es posible explicar la agudeza del oído y el tacto de Verónica. Lo demás, digamos que cae por su propio peso. Lo desconocido asusta y esa es la razón por la que la gente huye.
Para rematar, uso la fórmula que planteé al principio y digo que varios sujetos llamados Óscar han pasado por su vida. Me parece que debo mencionarlo pues creo que no queda del todo claro, aunque un poco de misterio no cae nada mal.
[5] Astuto punto de giro. Es paradójico como algo tan etéreo como un recuerdo, plenamente estético, ponga en juego la vida misma. Me gusta el suspenso. Insinuar que Verónica puede morir, haría posible crear una atmósfera intensa y propicia a la especulación del lector. Mejor si la narración es contada en familia, de sobremesa y apagando el televisor.
Es curioso ver que Verónica tuvo un padre músico inclinado por el jazz, mientras ella prefería a Schubert por sobre todas las cosas, por encima de Chopin y renegando de Thelonius Monk. Pero esa primera pieza fue, justamente, “Epistrophy”. Allá verá el lector cómo le hace para relacionar tan bello tema de jazz con una fuga de metano.
Son cosas que lo ponen a pensar a uno. Esta parte del cuento, advierto, no es para reírse. Hay que guardar las proporciones y saber cuando soltar la carcajada. Para eso se precisa, no solo, leer de corrido, sino que también es prudente averiguar la mecánica del chiste. Es usual toparse con muchos autores que escriben de corrido y el lector es incapaz de saber cómo, cuándo y dónde reír o llorar.
[6] El relato termina justo con esta frase. Se puede hablar, en este caso, de un final abierto porque no resuelve mayor cosa, salvo el hecho de suponer que Verónica no murió.
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