Cuelgo la llamada con fastidio porque no me gusta hablar por teléfono al mediodía. Al mismo tiempo, empato una miradita fugaz pero efectiva para decirle cuánto me gusta, que no se vaya y que ojalá no vuelva con el novio aficionado a todo menos a ella. Bueno, creo yo que es efectiva pues a mi me sabe a gloria ver que me ve, aunque sea de reojo.
Teléfono suena otra vez. Día especial Movistar para clientes tan selectos como yo. Suena una risa, justo la de ella y sonrío para mis adentros y sus afueras con todos los dientes y más, convencido de que microscópicamente soy feliz. Entonces me dan las ganas diarias de pasarle las manos a través del alma y acariciar cada rincón del cosmos que me ofrece ahí sentada. Se pone el pucho a un ladito de la boca para reírse más duro y acaba de fumar y empieza la rutina de maquillaje: me gusta imaginar que es una actriz de cine mudo a punto de saltar al plató. Y me gusta saber que, de cierto modo, es así. Termina con sus polvos y sus untos, pero no se transforma; simplemente empieza la función, donde ella se llama como siempre y yo termino siendo el que se va por la vereda hasta que ruedan los créditos.

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